Preguntas incómodas
¿Cómo sería el mundo si al menos el 50% del dinero que se gasta en el negocio del futbol, se invirtiera en educación y cultura?
Desde que
era una niña pequeña siempre he hecho preguntas incómodas, esas preguntas que
una niña buena no debería hacer.
Probablemente, una parte de mí conoce la respuesta y no quiere decirla
en voz alta porque me avergüenza que haya tanta mezquindad en nuestra
humanidad.
Ciudades y
países enteros se detienen para sentarse o pararse frente a una pantalla para
ver un partido y alentar por su equipo, con la necesidad de llegar a la final,
con la premisa de ser los mejores del mundo.
Personas
comunes que jamás se creen capaces de lograr sus sueños, se suben al sueño
colectivo de volverse campeones y vencer incluso a países que no saben donde
están geográficamente. Hay una necesidad
primal de ser reconocidos como vencedores, de sentirse superiores al resto y
ostentar la cucarda dorada como el mejor novillo de la cuadra. Personas que apenas si sobreviven a base de
polenta, arroz y fideos, adoran a jugadores que cobran más dinero del que ellos
jamás verán en sus vidas. Y no me digas,
por favor, que solo se trata del juego, porque si el equipo pierde, habrá debates
televisivos y barriales sobre los errores y desaciertos de los jugadores, el
técnico y la madre que los trajo al mundo.
Porque si el equipo falla, si no vuelven con la copa, si ellos que
tienen la camiseta y el acceso a la riqueza no pueden, entonces, el ciudadano
empobrecido común tiene aún menos chances de lograr su gloria.
¿Cómo serían
las relaciones si las personas pudieran dedicar 90 minutos de su vida con plena atención y sin interrupciones para
escuchar, ver y sentir a la persona amada?
He crecido
en un sistema patriarcal donde las horas de partido de futbol se respetan: no
hay interrupciones, ni redes sociales, ni necesidades que deban ser
cubiertas. Las emociones, las rabietas,
las ganas de jugar a otra cosa, la necesidad de un abrazo o las penas, deben
esperar. En esos momentos, las llamadas
urgentes del trabajo no existen o se rechazan, todo el entorno familiar debe
apoyar y rendir culto al fanatismo, porque quien se anime a reclamar o intentar
algo diferente será tildado de raro, marica, desubicado o falto de
consideración.
Sin embargo,
cuando un miembro de la familia o del círculo afectivo pide un momento para
hablar, ser escuchado, ser visto o ser comprendido, 90 minutos es un despropósito
para personas que siempre tienen algo más importante que hacer y cuyas
responsabilidades laborales y profesionales no les permiten darse el lujo de
sentarse a hablar de cosas tan triviales como las emociones de las personas que
‘aman’.
¿Cómo sería
la salud física, mental y emocional de las personas comunes si todo el dinero
que se gasta en el futbol se gastara en centros de salud y contención?
Celebro a
todos los emprendedores creativos que buscan la manera de repuntar sus ventas
con accesorios, camisetas, comidas temáticas, vasos decorados, gorros, banderas, banderines, guirnaldas y ropa
interior con los colores de la camiseta de su país.
Cuando
suceden eventos como un mundial de futbol, te das cuenta que cuando se dice que
hay crisis en un país latinoamericano, esa crisis es relativa; al menos para un
gran grupo de personas. Esas mismas
personas que se quejan del precio de tus productos artesanales o que regatean
para pagar el valor de tus servicios, gastan lo que sea necesario para
acompañar la cábala de ver los partidos: vestimenta, maquillaje, cerveza,
vajilla temática y todo lo que sea necesario para sentirse parte del equipo y
decir: ‘Yo soy Argentino’ (o del país que seas) aunque durante el resto del año
no le preocupen el resto de los habitantes de su patria.
Hoy leí una
publicación de que los filósofos griegos ya se indignaban con las inequidades y
desigualdades alrededor de ciertos deportes. “Un pensador nacido en torno al
año 570 a.C. en la ciudad jonia de Colofón -hoy Turquía-, criticó a sus
contemporáneos por dejarse fascinar por los deportistas, mientras orillaban con
indiferencia a las personas sabias.”
Yo sigo
siendo la niña de las preguntas inquietas y de imaginación fértil. Me imagino un mundo donde el dinero que se
gasta en construir estadios de futbol que después se arruinan por la falta de
uso y cuidados, se gaste en repartir libros, cuadernos y útiles escolares a
niños de todo el mundo. Me imagino un
mundo donde no se normalice que un jugador de futbol gane cifras estrafalarias
mientras un maestro, un médico, un escritor o un enfermero tienen que luchar
para recibir un ingreso justo y de acuerdo a sus capacidades.
¿Cuál es el
impacto social, educativo y cultural de un juego de futbol? ¿Cuántas vidas se salvan? ¿Cuántos niños aprenden algo más que correr
detrás de una pelota? ¿Cuántas personas
acceden a recursos para lidiar con la realidad que los rodea? ¿Cuántas personas aprenden a gestionar sus
emociones? ¿Cuántos traumas se
evitan? ¿Cuántas víctimas son contenidas
y acompañadas?
Vivo en un
país y en una región donde gastar dinero en un libro es un lujo innecesario,
donde invertir en cultura es solo una maniobra política en épocas de campaña
para las elecciones y donde el bienestar y la salud de las personas poco y nada
importan.
Antes me
daba bronca y quería salir corriendo y buscar un lugar mejor. A los 58 años, he aceptado que por alguna
razón me ha tocado aterrizar en este sitio y por lo tanto, ya no me da
vergüenza hacer las preguntas incómodas y seguir sembrando semillas de cultura
y educación. Porque solo en la verdadera
educación está la base de la libertad individual y colectiva y del progreso
personal y comunitario.
Susannah Lorenzo©
Tejedora de Puentes
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