Llegadas
Cuando
llegamos es un acontecimiento para celebrar. No importa si es un
hijo que llega, una sobrina, un nieto, una ahijada o el bebé de una
amiga. Compramos regalos que el recién nacido nunca aprecia.
Regalamos ropa costosa que usará apenas un par de días o quizá una
semana. Preparamos el cuarto o el rincón donde dormirá. Pintamos
dibujos para decorar la pared. Tejemos mantas que cobijarán sus
sueños y aliviarán sus mañas. Siguiendo modas de otros paises,
organizamos 'baby showers' para la mamá primeriza. Me parece
fantástico, porque la vida es un milagro y mi vida se llenó de
colores cuando llegaron mis hijos.
Cuando nos
vamos, es todo gris, nefasto y fatídico. No se permite hablar de la
muerte, no está bien visto, y menos aún prepararse. Dejamos para
mañana los besos, los abrazos, los momentos menos urgentes y los
preparativos de nuestra partida. Cuando hablamos de la buena muerte
o de cómo nos gustaría que se manipulara nuestro cuerpo ya sin
vida, nos mirán con recelo, con más ganas de llevarnos a un
loquero, que de escuchar nuestros deseos.
Cuando
morimos, en mucho nos parecemos a un bebé recién nacido: no podemos
elegir qué ropa usar, ni dónde reposar, ni en que gastar el dinero.
Nuestros familiares tan queridos suelen elegir lo más conveniente:
para la familia, para el que dirán, para el circo de los corazones
rotos. Se gastan fortunas en coronas fúnebres que sólo admiran los
conocidos y familiares que acostumbran comparar frases y tamaños de
las flores que se exponen. Si esa misma cantidad de dinero se
gastara en flores durante nuestra vida, recibiríamos, al menos, un
ramo de flores por año. Algunas personas publican un aviso costoso
en el diario de mayor tirada, para acompañar en sentimiento a los
familiares del difunto. Hace falta coraje para publicar un aviso
cuando la persona está viva, haciéndole saber lo mucho que nos
importa.
Sería
bonito celebrar nuestra partida, organizar una fiesta antes de irnos:
reunirnos con nuestros seres más queridos, recordar los momentos más
hermosos de nuestra vida, compartir palabras y sentimientos para que
nada quedara sin decir, bailar nuestra música favorita, cocinar los
platos más exquisitos, hacernos regalos, hacer muchos regalos y
sobre todo dar tiempo y lugar para las despedidas.
Si recibir
con colores y celebración es un gesto de amor, acompañar la partida
de quienes amamos debería también serlo. La mayoría de las
personas muere en soledad o rodeadas de mucha tristeza y dolor, o
mueren con decenas de tubos insertados en su cuerpo y sus latidos
conectados a máquinas que nada saben de sentimientos.
¿Cuándo
es el momento correcto para hablar de nuestra muerte? ¿A los 40, a
los 60, a los 70 o cuando ya es un diagnóstico terminal? Nos causa
más temor hablar de la muerte que hablar de sexo con nuestros hijos
o nuestros padres.
Si creemos
en el cielo o creemos en la vida después de la muerte o creemos en
la resurrección; entonces el cuerpo es sólo eso, un envase que nos
contiene mientras estamos de paso. Es nuestra alma la que viaja, la
que llega, la que se va, la que habita en los corazones de quienes
amamos, la que deja su huella en las cosas que hicimos, la que
siembra su música en el legado que nos animamos a sembrar.
Reclamamos el derecho de honrar la vida pero olvidamos que la mejor
manera de honrar nuestra alma es bendiciendo nuestra muerte.
Yo elijo la
mano del amor sosteniendo la mía, un vestido de fiesta y mis zapatos
rojos, unas cuantas cenizas para el suelo donde habite un jazmin,
música celta mientras mi alma emprende vuelo y una última noche en
mis sábanas perfumadas.
Porque
cuando nos vamos, en realidad llegamos a ese cielo que nos
prometieron, a esa dimensión donde los ángeles se hacen visibles y
Dios nos abraza como niños.
Susie ©
Susana
Lorenzo
Noviembre
2016
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