La ansiedad de la inmediatez

 

Creo que tanto en las consultas terapéuticas como en las sugerencias de contenido para el canal principal de YouTube, la ansiedad es uno de los problemas que afecta a más personas.

La ansiedad puede escalar hasta estados de pánico o incluso desórdenes alimentarios, adictivos, de conducta o trastornos mentales.




Estoy convencida que la modernidad nos ha llevado a conectarnos con miles de personas con un solo vídeo, pero nos ha desconectado de la profundidad de nosotros mismos.

Hemos ganado en inmediatez, celeridad, cantidad y calidad (tecnológica) de la comunicación; pero hemos perdido en calidad humana, en profundidad del mensaje y en la capacidad de mantener nuestra atención en un solo mensaje.

Es común que la mayoría de las personas estemos haciendo varias cosas a la vez: atendiendo una llamada, comiendo nuestro almuerzo, mirando algo en una pantalla y revisando las notificaciones de las redes sociales.  Incluso cuando las personas conducen su vehículo (incluso como un oficio), buscarán la manera de revisar sus notificaciones, enviar y responder mensajes o mantener largas conversaciones telefónicas.




No tenemos tiempo siquiera de escribir un correo electrónico, queremos una respuesta inmediata a todo, y si no recibimos atención en un lapso de minutos, entonces buscamos la solución en otro sitio.

No puede haber paz mental si hacemos 5 cosas a la vez, no podemos conectar en profundidad si nuestra mente está ocupada en varias tareas, no podemos resolver con verdadera eficiencia una tarea si nuestra atención está dispersa y nuestra presencia fragmentada.

De algún modo, nos hemos dejado arrastrar por la velocidad de la tecnología y hemos dejado el mando en el afuera; en nuestro intento por querer controlar todo, dejamos que esa necesidad de control nos perturbe, nos domine y perdamos la capacidad de estar en nuestro centro, calmos, conscientes, despiertos y presentes (con todos los sentidos y con toda nuestra atención).

 



Me gusta revisar la historia, sobre todo porque pertenezco a una generación que escuchó música desde un disco de vinilo, una cinta de grabación, un cassette, un CD hasta un archivo en MP3; conocí el teléfono con dial giratorio cuando era niña y comencé a trabajar cuando era muy joven con teléfonos (fijos) de teclado, tuve celulares inmensos y pesados con una antena extensible, tuve celulares mínimos y plegables y ahora puedo usar un celular que cumple las funciones de una mini computadora.  Aprendí a usar las computadoras cuando los monitores ocupaban mucho espacio y la pantalla era apenas en blanco y negro; se necesitaba saber DOS y un montón de comandos de memoria para lograr formatear un archivo de texto o desarrollar una fórmula en una planilla de cálculo.

Esa parte de la vida nos obligaba a ser pacientes.  Es decir, si queríamos comunicarnos con alguna persona debíamos llamar cuando la persona estuviera disponible en el lugar o dejar un mensaje en la grabadora (con cinta o cassete), hasta que volviera a su casa o la oficina y pudiera respondernos.  Debíamos coincidir al momento de la respuesta o coordinar un horario para que ambos pudiéramos estar al otro lado del teléfono.  Las cartas enviadas por correo postal eran otro ejercicio de paciencia, una escribía con todas las emociones de ese momento y luego debía esperar a que la carta llegara (entre 10 o 20 días), que la persona respondiera y enviara su carta y luego volver a esperar que llegara el correo a nuestra casa.  En las épocas en que no tenía la suerte de tener una línea telefónica en casa, debía recurrir el teléfono público, que no solamente usaba para realizar llamadas, sino para revisar mis mensajes en una casilla asignada.




Eran tiempos en que siempre había aún parientes que cultivaban frutas y verduras, criaban pollos y tenían huevos caseros y coronaban su patio con un horno de barro para el pan y las tortitas caseras.  Eso nos enseñaba a respetar los ciclos de la naturaleza, las fases de la luna y aprender cómo llega un tomate a nuestra ensalada y cuánto esfuerzo y tiempo requiere que ese tomate esté listo para ser consumido.

No estoy como una anciana melancólica extrañando mejores tiempos.  Creo que cada época tiene su encanto, sus ventajas y desventajas.




Me encanta la tecnología, la posibilidad de llegar a miles de personas con una sola comunicación, la oportunidad de hacer conocer mi trabajo a través de diversas plataformas y en diferentes formatos, el Puente que se teje con personas que viven en cualquier lugar del planeta; todo eso me gusta y lo disfruto.

Pero me doy cuenta que la inmediatez se vuelve un vicio y de alguna manera nos intoxica para alejarnos de las profundidades de lo importante, tanto en nuestro interior como en las relaciones con otros.

Si llamamos a alguien o si le enviamos un mensaje (escrito o por audio), suponemos que debe respondernos sin hacernos esperar, porque tiene un celular, un teléfono móvil que casi todas las personas usan hasta en el baño.  No nos importa si está trabajando, descansando, paseando o viendo una película; porque desde nuestro lugar, estamos disponibles (un fragmento de nosotros) y exigimos que el otro también lo esté.

No respetamos nuestros tiempos de descanso, comida, trabajo, distracción o conversación con nuestros seres queridos: hacemos todo a la vez, con el celular en la mano, con la atención divida y exigiendo que nuestro cerebro se encargue de procesar todo.  Te tengo una noticia, el esfuerzo que exiges resulta en ansiedad y atención dispersa, y aunque te esfuerces muchísimo, nunca estarás 100% presente en ninguna de las múltiples tareas que realizas al mismo tiempo.

Entonces, como no respetamos nuestros tiempos, tampoco respetamos los tiempos del otro.  Si tenemos malos hábitos, suponemos que la persona del otro lado, también los tiene.




Hemos ‘normalizado’ los malos hábitos, que incluso pueden poner en peligro nuestra vida y que afectan la calidad de nuestras relaciones, nuestro desempeño y sobre todo nuestra capacidad de alerta y claridad mental:

  •     Usar el celular (para llamadas, mensajes o notificaciones) mientras conducimos un vehículo, andamos en bicicleta o caminamos por la vereda, e incluso cruzamos la calle.
  •     Usar el celular mientras comemos.
  •     Usar el celular mientras vemos un vídeo o una película.
  •     Usar el celular mientras ‘estudiamos’.
  •     Usar el celular mientras tomamos una clase.
  •     Usar el celular mientras compartimos un momento con nuestros seres queridos.
  •     Usar el celular mientras estamos trabajando.
  •     Usar el celular mientras atendemos a una persona. (cliente, alumno, consultante, etc.)



Dicen los maestros Tibetanos que el arte de meditar es caminar por el sendero medio, es decir, no polarizarnos en los extremos emocionales, manteniendo la paz en medio del caos.  Dicen también que la verdadera meditación se puede hacer barriendo, cocinando, caminando, lavando los platos, pintando un mandala o cuidando las plantas del jardín; siempre y cuando hagamos una sola cosa, con nuestra atención plena en lo que estamos haciendo, sin que nuestra mente divague, planifique, cuestione, anticipe o se proyecte a un momento que no sea el presente (pasado o futuro).  Meditar es estar presente, totalmente presente con todos los sentidos y con toda nuestra atención plena en lo que estamos haciendo o en hacer nada.




Una de las razones porque las que ya no me entusiasma dar clases virtuales de forma personalizada, es porque los alumnos no desconectan sus redes sociales y están haciendo varias cosas mientras yo intento explicarles algo.  Obviamente su proceso de aprendizaje se hace más lento y más difícil porque no están 100% atentos, su cerebro está dividido entre lo que yo digo, lo que ven en la pantalla, las notificaciones de sus redes sociales, el perro que los mira con ganas de salir, la comida que están preparando o las múltiples pantallas que tienen abiertas en la computadora.  Todos quieren saber algo (inglés, literatura, tarot, simbología, etc.), pero no están dispuestos a ‘aprender’, a invertir tiempo, esfuerzo, dedicación y atención en el proceso.  Suponen que debe haber algo que se adapte a la inmediatez en que todos vivimos y en lo posible sin esfuerzo y una inversión mínima.




Confieso que he perdido el gusto de hablar por teléfono con las personas que ocupan un lugar en mi corazón.  Aunque estemos hablando por celular, sé cuando están haciendo algo más que charlar conmigo, lo siento en sus voces, en su energía, en la falta de atención plena, en la desconexión emocional y energética; y ni hablar cuando en medio de la conversación hay ruidos del auricular rozando la ropa, el colectivo que paró en la esquina o las ollas mientras cocinan.  Puede que haya conversaciones triviales que puedan darse, como una compañía en la distancia, mientras cada quien hace sus cosas.  Pero muchas veces necesitamos de una conversación profunda, en la que el espacio y la contención se dan por el nivel de escucha atenta que la otra persona ejerce.


Yo te pregunto: ¿Con qué frecuencia mantienes una conversación sin distracciones?  ¿Con qué frecuencia te permites hacer una sola cosa a la vez, con toda tu atención consciente y plena?

En esas respuestas, tienes la clave para comenzar tu camino para deshacer las madejas enredadas de tu ansiedad.

Si la tecnología, la globalización y la modernidad nos arrastran en una vorágine que nos aturde, es nuestra decisión y nuestra elección personal cultivar la paz, los buenos hábitos, la armonía interior y la atención plena.


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